Wednesday, February 27, 2013

Objetivo Kerala, el país de las especias

El fortín de Zubarah, Qatar
El día 3 de febrero partí de Barcelona rumbo a la India.  Volé con Qatar Airlines y aproveché la forzosa escala en Doha para una visita particular de varios días por motivos de negocio, cuyos detalles omitiré aquí pues ni vienen al caso ni sería oportuno comentar asuntos personales.  Doha es la capital de un riquísimo y muy poco poblado emirato con aspiraciones de convertirse en un centro de negocios del mundo islámico.  La ciudad ha protagonizado la crítica Ronda internacional sobre tarifas y comercio internacional, es el centro de la red informativa más importante del mundo islámico, Al Jazzeera, y todos me comentan su entusiasmo por haber conseguido la organización del Campeonato Mundial de Fútbol en 2022, que esperan sea el trampolín definitivo al reconocimiento internacional como ocurrió en el 92 con la Barcelona olímpica.  Por razones de cortesía accedo a acompañar a mis anfitriones al Khalifa Stadium, estructura imponente con un enorme arco volador que atraviesa el estadio, que supongo será la sede central del esperado Mundial.  Todo ello ciertamente un ejemplo costoso y llamativo de la arquitectura deportiva más espectacular.   Frente a mi hotel se divisa al otro lado de la bahía una skyline de impresionantes rascacielos que crece cada día, según me comentan, donde bulle la actividad financiera y comercial que visitaré mañana.

Hoy tengo citas en la vasta Education City, macro-complejo que alberga las sedes de la Qatar Foundation, un interesante Museo de Arte Moderno y un buen número de instituciones propias y extranjeras, incluidas las sedes de varias prestigiosas  universidades norteamericanas como Georgetown, Northwestern y Texas A&M.  Otro día visito también, de camino a la city financiera, la Universidad de Qatar, al oeste de la ciudad y cerca de una isla artificial que me muestran con un orgullo que disimulo compartir, pues tiene más de Benidorm que otra cosa y me recuerda a esa célebre isla en forma de palmera en la vecina Duba, con sus villas para millonarios ostentosos.  La temperatura es aún muy grata, antes de que lleguen los rigores estivales que harán de la ciudad un horno insufrible.  Al lado este de la bahía es recorrido por la Corniche, un paseo marítimo  no exento de gracia y con magníficas vistas.  Curiosamente advierto que, como ocurre en otros emiratos, aquí solo pasean los numerosos emigrantes asiáticos como indios y filipinos que vienen a ganarse la vida en la construcción y servicios y que por cierto superan en número a los nacionales qataríes, ya que estos parecen haber sucumbido a la cultura del automóvil, que conducen a todas partes y a toda velocidad en sus monstruosos todoterrenos.

Por suerte tuve ocasión, además, de visitar una tarde libre el espléndido Museo de Arte Islámico, obra del genial I.M. Pei famoso entre otros edificios por su pirámide acristalada del Louvre.  El museo, construido sobre una península artificial, se asemeja a un blanco palacio musulmán abovedado, doblemente  iluminado por una inmensa claraboya en la techumbre y por un amplio ventanal que ocupa todo el muro y deja ver la bahía.  El conjunto, en el que predominan los espacios diáfanos, constituye sin duda un gran acierto, resaltado aún más si cabe por los estanques y vías de agua de los patios adyacentes.   Hay en su interior una valiosa colección que refleja la rica y larga historia del arte musulmán, incluida por supuesto Al-Andalus, muy bien presentada y explicada en árabe e inglés.  Los escasos visitantes que uno encuentra ahí esta tarde, a pesar de ser gratuita su entrada, lo hacen aun más interesante y acogedor.  Los días terminan siempre en el conjunto del antiguo Bazar, cuyo laberinto de típicos tenderetes cubiertos entrelazados por callejones, túneles y plazoletas, conoce ahora un loable esfuerzo de rehabilitación urbana que ya ha dado sus frutos en la profusión de cafés y restaurantes con terrazas a la calle donde uno disfruta un café mientras fuma una kiffa de suaves aromas al caer de la tarde, que luego al anochecer será complementada por una cena de cous-cous o hummus con abundante pan de pita aunque sin vino ni cerveza, naturalmente, dadas las restricciones locales al respecto.

Mi vuelo llega a Trivandrum de madrugada pero aun noche cerrada, pues apenas son las cuatro.  Voy en taxi al centro y tras un breve descanso de apenas dos horas salgo al bullicio de la ciudad, que a las siete de la mañana contiene ya el usual hormigueo humano de peatones y vehículos cacofónicos pues, como es típico de tantos países de economías en fase de desarrollo, en India el sonido impenitente de incontables bocinas reina al unísono en aturdidor (des)concierto urbano.  Como en el caso otras ciudades indias como Bombay/Mumbay, Calcuta/Kolkotta o la famosa vecina Kozhilkode, que no es otra que la antigua y mítica Calicut, Trivandrum ha cambiado en años recientes su nombre oficial, que como en muchas ciudades de la India busca reemplazar al que le dieron los ingleses.  Oficialmente es conocida ahora como Thiruvananthapuram, que, la verdad sea dicha, se hace algo largo y no precisamente fácil de recordar, y de hecho en algunos periódicos locales es citada con frecuencia como T´ram.  La ciudad es manejable comparada con las mega-urbes del país, pues no llega al millón de habitantes.  No es precisamente un ejemplo notable de arte tradicional, pero se pueden admirar bellos templos hindúes como el de Ganpathy, dedicado al bonachón Ganesh de cuerpo regordito y cabeza de elefante.  Pero el abigarrado estilo típico de los templos sureños, especialmente en sus torres principales o gopuram, de un barroquismo desmesurado, tiene aquí su mejor exponente en el gran templo de Sri Padmananbhaswamy, del siglo XVI y dedicado a Visnú.  Este ha adquirido fama internacional debido al hallazgo fortuito hace dos años de una recámara secreta donde se encierra uno de los grandes tesoros de la historia, oro y joyas valoradas actualmente en unos 15 mil millones de euros que aún pueden aumentar, pues se asegura que falta por abrir otra cámara más que parece igualmente valiosa.  Pregunto a los amables visitantes del templo y todos me confirman su enorme satisfacción por saberse centro de la envidia universal, si bien no dejan de preocuparse por el destino final de tanta riqueza, tema harto sensible pues por supuesto Hacienda busca también ser parte beneficiada.

Paso unos días más dedicado durante el día a gestiones privadas pero disfruto por las tardes de pasear por los mercados locales donde abundan colores y sabores que han hecho de Kerala el honroso título de capital mundial  de las especias.  Por la noche se puede disfrutar de unos buenos y baratos restaurantes familiares donde impresiona la variedad y calidad de pescados y verduras, cocinados en deliciosas mezclas especiadas y picantes.  La primera visita obligada es por supuesto el inimitable Indian Coffee House, enorme zigurat que en su rampa ascendente de varios pisos alberga decenas de mesas pegadas al muro que recibe la luz mediante unas ingeniosas celosías de motivos geométricas.   Y yo que pensaba que el gran Frank Lloyd Wright había sido tan original en su Guggenheim de Nueva York, pero la ide de un espacio continuado en rampa sin muros ya estaba aquí mucho antes. El lugar, único en verdad, servido por un ejército de eficientes camareros ataviados de vistosos uniformes blancos que tal parecen servidores de un antiguo marajá.  Por un precio que no llega a un euro disfruto una memorable masala dosa (especie de enorme crepe rellena de verduras y con guarnición de salsas picantes), acompañada de agua de limón y un espléndido café acanelado de postre.  Los siempre amables keralíes con que comparto mesa no paran de conversar conmigo y preguntarme por Messi, el Barça y la Selección española.  Luego, ante mi interés de filólogo irreprimible,  me introducen asimismo en los secretos de la curiosa lengua local, el mayácalam, que se habla a una velocidad de vértigo curiosamente parecida, o así me lo parece, ¡a la lengua de Madagascar!  Es la lengua oficial de Kerala que hablan más de 30 millones de personas.

Casa-barco, Kerala
Otro día me llego a Kovalam,unos kilómetros al sur, que es la capital del turismo keralí en su doble vertiente de playa y tratamientos de medicina ayurvédica, receptor por estas fechas de un contingente numeroso y privilegiado de europeos y norteamericanos ávidos por escapar de los rigores invernales y de paso someterse a la infinidad de tratamientos y masajes para todos los casos.  En España no me parece que aun sea muy conocida, pero en cambio países como Alemania y Rusia están muy familiarizados con ella y de ahí que muchos turistas tengan los tratamientos ayurvédicos como el objetivo principal de su viaje.  El clima es tropical y oscila entre los 20 grados nocturnos y los más de 30 a mediodía, y las aguas del Indico es cálida como las caribeñas.  Y pensar que por estas fechas  los frentes fríos del invierno están haciendo estragos por Europa y América del Norte.

Pero me llega el momento de conectar con el grupo de alemanes a quienes voy a llevar por un recorrido aun sin definir.  No me avala para ello mi conocimiento del lugar, que visito por primera vez, sino más bien mi familiaridad con los usos y costumbres de la India en general, previamente adquiridos en dos largas estancias anteriores en otras partes del país que también aproveché para emprender  viajes en solitario.  Todo eso espero que ayude en la gestión de transportes, hostales y refugios, provisiones, comidas, visitas privadas, expediciones y en fin, cuanto más hubiere menester.  Nuestro punto de encuentro es la otra ciudad playera y ayurvédica, Varkala, setenta km al norte de la capital y adonde me encamino por tren.  De nuevo el tren, mi modo incomparablemente favorito de viajar por la India pues aquí solo aquí uno ve, siente y conoce el pulso del país, la variedad inagotable de sus gentes y paisajes.  Desde niño he sido asiduo y entusiasta usuario de los trenes en muchos países, pero reconozco que nada puede compararse a la gozosa experiencia viajera de los trenes indios.  Quien lo haya experimentado en propia piel lo sabe; o al menos quienes decididamente optamos siempre por la segunda clase como Dios manda, porque ningún atractivo tiene hacerlo en los vagones de primera, con un gélido y horripilante aire acondicionado y unas ventanas herméticamente cerradas que no dejan sentir los intensos aromas y olores del exterior, buenos y malos, que de todo hay.  

La extensísima red de ferrocarril, que articula y comunica todo el país, bien puede considerarse el mejor legado colonial de los ingleses.  Con razón decía Octavio Paz, que fue embajador mexicano en India, que si los españoles de América destacaron en la construcción de iglesias y conventos, las verdaderas  catedrales de los ingleses fueron sus imponentes estaciones ferroviarias.  Recuerdo que en mi primer día en Bombay (Mumbay) pasé casi todo el día admirando ese complejo inaudito que es la Estación Victoria, auténtico corazón de la ciudad y sin duda su mejor museo antropológico vivo y real.  Esta de Trivandrum es hermosa en su estilo neoclásico colonial, al estilo de la famosa de Old Delhi, hecha en noble piedra de sillería y con una sutil columnata que recorre las dos alas del edificio.

Varkala es un pueblo sin especial encanto, pero en sus inmediaciones se yergue un bellísimo acantilado a cuyos pies se extiende la playa de fina arena.  A lo largo de ese acantilado existen numerosos restaurantes, tiendas de artesanía y ropa típicas, mayoritariamente regentadas por tibetanos, punjabíes y los inquietos marchantes de Kachemira, que por doquiera exponen sus delicados chales y pashminas de lana imposiblemente ligera y fina.  El conjunto es notable y por las callejuelas interiores abundan los hostales y chiringuitos de todo tipo y nivel, pues aquí el turismo europeo y australiano es socialmente más variado, pues va desde el lujo hasta los jóvenes mochileros que recorren el país “doing India”.  También abundan las escuelas para  los practicantes de yoga a todos los niveles, algunos de los cuales los veo hacer sus sesiones en la playa casi desierta  a primera hora de la mañana cuando a mí más me gusta nadar o, si la fuerte marejada no lo permite, saltar las grandes olas en solitario comulgando con el mar.  Es una playa hermosísima pero no exenta de peligro por sus frecuentes resacas intensas, que todos los años se cobran algunas víctimas.  Lo más curioso de ella es que en ella hay dos zonas diferenciadas: al norte los turistas y surferos extranjeros; al sur, los indios que con frecuencia aprovechan la cercanía del templo hindú para acercarse aquí al atardecer y completar su visita con un baño ritual.  Por supuesto que ellos no andan ligeros de ropa como los guiris, especialmente las mujeres, ya que la mujer india no tiene a bien exponer su cuerpo en público y prefieren mojarse en la orilla bien cubiertas por sus elegantísimos saris.

Todo está listo para emprender un largo viaje de casi dos semanas por Central Kerala.  Un viernes por la mañana salimos con el grupo de alemanes en taxi que nos llevó al puerto fluvial de Kollam, distante unos cuarenta km.  Desde ahí se toma un ferry local que parte cada mañana a las diez y  tarda buena parte del día en recorrer una auténtica autopista de canales por las famosas backwaters (aguas traseras) de Kerala hasta llegar a Alappuzha, un trayecto considerable que debe de andar por los 200km.    Estos canales son alimentados por los caudalosos ríos que nacen en los Ghats Occidentales, la larga cordillera que recorre el Estado de norte a sur, marcando una frontera natural con su vecino Tamil Nadu.  Aprovechando el agua abundante de sus caudalosos ríos, el ingenio humano ha sabido tejer a lo largo de siglos un complejo sistema laberíntico de canales, lagos, estanques que nada tiene que envidiar al de la célebre república veneciana; por ellos circulan barcas de todo tipo y condición, desde canoas hasta pesqueros de motor y otros a remo que de hecho se asemejan a unas góndolas gigantes.  El ferry es usado mayoritariamente por la población local a los que se unen algunos mochileros de espíritu aventurero.    El impresionante paisaje tropical que se divisa desde el barquito es de un verde deslumbrante, es enorme la variedad de árboles, plantas y animales pero predomina el omnipresente cocotero que constituye  la fuente principal de la economía.  Y es que del coco se aprovecha todo: el fruto como leche de coco, su cáscara para botones y cuentas de collares,, el jugo de incomparable agua dulce, la fibra para felpudos y otros usos industriales, y finalmente la madera de su tronco para muebles: no hay en el mundo natural árbol más provechoso y útil.

El ferry hace dos paradas rituales, a la una para comer en un simpático restaurante familiar de plató único, y a las cinco de la tarde en los humildes pero bien provistos chiringuitos de la orilla para tomar el té, costumbre inglesa que los indios han adoptado como propia, si bien en su variante de masala chai, té negro especiado hervido con agua y leche, que puede beberse en cualquiera de los innumerables puestos callejeros de todo el país y del que me confesaré sin reparo entusiasta consumidor e incluso adicto.  El viaje concluye tarde y hay que hacer noche en Alappuzha.  A la mañana siguiente siguiendo la recomendación del encargado del hostal decidimos hace viaje hasta Cochin en autorickshaw, el popular triciclo indio que es una vespa convertida en motocarro y en el que pueden viajar hasta tres personas con cierta comodidad, más barato sin duda y mucho más interesante que un taxi.  El conductor nos lleva por caminos y carreteras secundarias, lejos del infernal y caótico tráfico propio de las carreteras indias.  Merece la pena, sobretodo porque a medio camino se desvía para que conozcamos la playa de Marari, auténtico paraíso de fina y blanca arena.  La India es sinónimo de gentío incesante y tal parece que hasta el campo parece con frecuencia poblado al máximo.  Pero aquí como en todo el país es también su propia contradicción, y así resulta que incluso en un estado como este donde llega el turismo internacional de sol y playa (y eso solo ocurre en Kerala y en Goa)  puede uno encontrarse con una playa como esta, interminable, desierta, y bellísimamente dotada de cocoteros que parecen llegar a la orilla misma de un mar plácido y azul intenso.  Solo unos pescadores en la lejanía apenas perciben cuando nos bañamos en aguas cálidas de azul intenso.

Playa de Marari
Nuestro destino final es Kochin, ciudad milenaria que desde la Antigüedad fue el puerto principal de la mítica costa entonces llamada Malabar.  La producción interior de pimienta, canela, cardamomo, jengibre, clavo y otras especias y pigmentos de colores como el indigo tenía aquí su principal puerto de salida en la India.  Hace dos mil años el gran historiador romano Plinio se quejaba del apetito insaciable de Roma por las especias y joyas indias, cuyas constantes importaciones censuraba al igual que hoy se hace en occidente respecto de los productos chinos (¡Nihil novum sub sole!).   Aquí llegó el gran Vasco da Gama en 1498 y aquí estableció su base de operaciones en Fort Cochin.  Tras dos viajes posteriores aquí murió en 1524 y sus restos fueron enterrados en el interior de la iglesia de San Francisco precioso templo construido en 1503 y que tiene el honor de haber sido la primera iglesia cristiana en la India.   La península de Fort Cochin ya era para entonces un lugar cosmopolita donde convivían pacíficamente hindúes, musulmanes y hasta los numerosos judíos que aquí buscaron refugio, especialmente por aquel tiempo los llamados “judíos blancos”, ladinos expulsados de España por los Reyes Católicos que han seguido viviendo aquí durante siglos hasta que hace muy pocos años los últimos de esa mermada comunidad emigraron a Israel.  La espléndida sinagoga Paradesi, situada en el centro del barrio judío al sur de Fort Cochin, en el pintoresco distrito vecino de Matancherry, es también la más antigua de la India, honor que asimismo comparte la mezquita de Kodangallur, en las inmediaciones de la ciudad.

Fort Cochin fue luego testigo directo de las rivalidades coloniales de los europeos, pasando a ser dominio de los holandeses y finalmente de los ingleses a finales del siglo XVIII.  Cochin fue el centro mundial del tráfico de especias durante siglos, y aun hoy conserva un lugar prominente como mercado y centro exportador de Kerala.  Hoy Fort Cochin es un centro de enorme atractivo turístico cultural donde puede apreciarse numerosos ejemplos del carácter y la arquitectura de quienes contribuyeron a su rico pasado.  Una curiosidad notable son las redes chinas que con un complicado artilugio manejado por una cuadrilla pescan desde la costa.  Y es que también fueron Cochin quienes aceptaron la inmigración de pescadores y comerciantes de China, y de ellos adoptaron asimismo los aún omnipresentes sombreros cónicos de paja y los techos en forma de pagoda que pueden admirarse en numerosos templos hindúes.  Todo un ejemplo de mentalidad abierta, tolerante y asimiladora.  Sorprende asimismo encontrar aquí la única variante india de las artes marciales, sin duda otra aportación de origen chino.  Se trata del kalaripayatu, que tiene variantes de lucha bien sin armas al estilo del karate o bien con puñales e incluso dagas y escudos.   Impresiona ver una demostración en el escenario de la escuela de Kochi por el alarde espectacular de saltos, ataques y esquives que demuestran un soberbio virtuosismo físico y coreográfico.  Los luchadores danzantes son jóvenes, pero tras la representación a media tarde los invito a un té en el chiringuito tibetano vecino, y así aprendo que el duro aprendizaje es cosa de muchos años y dedicación exclusiva, pues todos lo han comenzado en su tierna infancia. En sus caras sudorosas se nota el orgullo por los cerrados aplausos que siempre reciben por sus actuaciones.

Kochin se divide en varias islas repartidas por la enorme bahía, que comunican puentes y ferrys.  La ciudad moderna se yergue Ernakulan, la más poblada y comercialmente activa del entorno, aunque carente de encanto históricos y por ello ajena al interés turístico.  A su lado se levantó el moderno puerto y la refinería de gas que dominan el lado norte de la bahía.  Ermakulan es a Fort Cochin lo que Venecia a Mestre.  La comparación no es ociosa ni gratuita, pues curiosamente Cochin parece tener muy a la vista a la famosa ciudad de los canales.  Es por eso que en este año se ha lanzado a una aventura inusual: la organización de la primera Kochi-Muziris Biennale (KMB).  Inaugurada en la ya legendaria fecha del 12/12/12, quizá para significar un nuevo ciclo o era de Cochin en su relación con el Arte, la muestra se alberga en varios centros y ciertamente para ser una primera experiencia sorprende por su calidad y proyección internacional.  A los numerosos artistas indios y asiáticos se unen otros europeos y brasileños (San Paulo es también una obligada referencia) que cubren todas las tendencias actuales, incluido el video y las instalaciones, algunas de ellas altamente sofisticadas como Soundtracks-Kochi, genial y originalísima instalación acústica de Dylan Martorell australiano a pesar del apellido tan catalán, que invita a la participación del público para hacer música a partir de sus objetos colgantes.

Visitamos la sede central en Aspinwall House y otras en edificios adjacentes y cercanos.  No faltan obras destacados representantes  de arte conceptual como el gran Ai Wei-Wei, en conflicto permanente las autoridades chinas, o el indio Amar Karwar con su brillante denuncia artística de los suicidios de granjeros endeudados.  Contra viento y marea, KMB ha logrado sin subsidios oficiales superar con ingenio y entusiasmo las enormes dificultades financieras y el desinterés de los políticos (ahora parece que rectifican; pero más vale tarde que nunca) que muchos creyeron insalvables.  El público numeroso, local e internacional, así lo ha confirmado con su presencia y elogios.  No dudamos que se trata de un proyecto serio y ambicioso destinado a mantener y aun ampliar en futuras ediciones lo que ya es en su debut un éxito indiscutible.

Redes de pesca, Kochi, India
De Kochin partimos temprano hacia las montañas Cardamomo, directamente al oeste.   Apenas 1800km nos separan de Munnar, pero el viaje dura cinco horas ya que en su tramo final se trata de una ascensión en toda regla hasta los 1.600 metros de altura donde se asienta la ciudad.  El autobús local ha de hacer gala de toda su ruidosa potencia para serpentear barrancos y sortear  curvas de vértigo hasta alcanzar por fin las ricas plantaciones de té que rodean el enclave.    El pueblo es moderno: hace apenas siglo y medio que dos emprendedores ingleses llegaron hasta aquí a caballo cuando esto era un espeso e impenetrable bosque tropical.  Tenían sin duda buen olfato para los negocios, pues pronto talaron a voluntad y repoblaron la zona con vecinos tamiles para establecer vastas plantaciones de té.  Le indudable pérdida ecológica no es óbice para admirar las belleza en verde deslumbrante de esa colinas por donde ascienden paralelas las filas de té meticulosamente mantenidas a media altura para facilitar tanto la cosecha y como la poda de su hoja a mano.   Estas vastas plantaciones fueron inmensos latifundios ingleses primero, angloindios después, para ser finalmente adquiridos por el mayor consorcio industrial del país, el célebre Grupo Tata que fabrica desde acero, motores y vehículos de todo tipo entre otros muchos productos.  Pero en un gesto inusual que les honra recientemente el Grupo decidió vender la mayoría de las acciones de la compañía entre los trabajadores, que se convirtieron por ello en copropietarios y coadministradores del negocio.  Las plantaciones son propiedad privada de acceso restringido, por lo que decidimos contratar los servicios de un guía experimentado con permiso para recorrerlas.   Al día siguiente madrugamos para tomar te negro y salir cuando despunta el alba.  Enfilamos un sendero que asciende por las colinas plantadas de té, sumidas en un aura misteriosa por la densa niebla matutina.  El verde uniforme solo es transgredido por algunos árboles incrustados en las plantaciones, y es que para evitar los temidos corrimientos de tierras se han plantado unos sólidos robles  de la variedad silver oak, cuyas fuertes y profundas raíces sirven de tenaza contra la erosión del terreno escarpado.

La subida es lenta y a veces algo penosa, si bien gratamente compensada por el amplio horizonte que se dibuja alrededor.  A nuestra izquierda queda el pico del Anamundi, que con sus 2.695m. de altitud constituye el techo de la India del sur.  Su ascensión está prohibida durante estas semanas debido a que coinciden con la temporada de celo de la cabra montañesa local, especie que se extinguió en época colonial y solo recientemente se ha conseguido recuperar con esfuerzo, por lo que está celosamente protegida.  Pero ascendemos el alto pico hermano de altura algo inferior.  A los dos mil metros terminan las plantaciones y tras una pequeña zona de eucaliptos (como en tantos otros sitios importados de Australia por la facilidad con que crecen en cualquier sitio), el paisaje se torna abrupto, rocoso y desolado.  Tras cuatro horas de ascensión coronamos la cima y celebramos en ella un desayuno restaurador a base de té negro, naturalmente, huevos duros, fruta y pan.  La vista desafía a las palabras: a un lado la infinita profusión de plantaciones a lo largo del valle en cuyo centra se alza Munnar; al otro la sierra de los Ghats que separa a Kerala de su vecino Estado, Tamil Nadu, cuyos picos destacan sobre la última niebla de la mañana.  El sol empieza a apretar e iniciamos el descenso por otro sendero más abrupto, que nos conduce finalmente a un bosque subtropical donde conviven grandes árboles a cuya sombra crece el café (variedad robusta), el cacao y el cardamomo.  El camino se hace largo pero más llevadero por la sombra, que desaparece de nuevo al retomar los senderos de las plantaciones.  Finalmente tras ocho horas de camino regresamos a la pequeña y ruidosa Munnar, ciudad que se perfila naturalmente a lo largo de la carretera.  Con el atardecer vendrá una deliciosa cena reparadora en el pintoresco restaurante vegetariano familiar de Bhana Avantara en la que predominan los sabores picantes y especiados de la zona, y servida por supuesto sobre hojas de árbol de plátano, según la sana y ecológicamente sabia costumbre local.

Durante la estancia de varios días en la zona emprendemos cada mañana expediciones similares a lugares cercanos, que nos llevan a conocer valles y laderas donde se cultivan todas las especies de la India: hay plantaciones de canela, clavo, pimienta y últimamente de manera creciente de caucho, un producto que sucumbió a mediados del siglo pasado debido a la invención del caucho artificial, pero que ha recobrado protagonismo por la incesante demanda de látex para la fabricación de preservativos.  En nuestro último día dejamos jornada libre para que cada uno se relaje o disfrute libremente del lugar.  Yo aprovecho un paseo vespertino por las inmediaciones de la ciudad para llegarme hasta el bullicioso museo del té, destino favorito del turismo local que, como en otras estaciones de montañas que conozco (Mount Abu en el Rajastán o la vecina Udangalamandam en Tamill Nadu) consiste mayoritariamente en parejas de recién casados que gustan de estas alturas para disfrutar su luna de miel.  Ahí se explica y demuestra prácticamente muy bien el proceso de elaboración del té en sus múltiples variedades, así como la historia particular de las plantaciones locales.  Como no podía ser menos, la visita concluye con un buen vaso de té (masala chai, naturalmente) obsequio de la casa.

De vuelta a Munnar aprovecho la última luz de la tarde para acercarme a las tres colinas que dominan la ciudad, cada una de ellas coronada por su correspondiente templo: a la vista unas de otras se alzan la mezquita, la iglesia y el tempo hindú en honor de la diosa local cuyo nombre se me escapa.  Una vez más, todo un signo de la tolerancia y libertad de cultos y creencias que caracterizan a la India pero muy especialmente a Kerala.  Pues si curiosa es su convivencia más sorprende al viajero que en un día como hoy, domingo, en el que repican las campanas de la iglesia, muchos de quienes vienen a visitar y admirar respetuosamente el templo católico resultan ser familias hindúes que acaban de visitar su templo vecino y prosiguen aquí ritualmente el paseo en forma de curioso y tranquilo peregrinaje vespertino.  El mundo puede hablar de multiculturalidad, aspiración a veces tildada de utopismo y a menudo creo que pura palabrería, mientras los sencillos habitantes de Munnar parecen practicarla sin esfuerzo ni conciencia aparentes.

El viaje de vuelta a Cochin en autobús local es una hora más breve por ser cuesta abajo.  De nuevo en Fort Cochin a mediodía, para disfrutar de la tarde libre.  Algunos aprovechan para comprar ropas y objetos de artesanía, pero yo prefiero recorrer por ferry las islas de la bahía y culminar la tarde tropical en el puerto.  El curioso sistema aquí permite la compra de marisco directamente a los pescadores que acaban de descargarlo, para llevarlo apenas unos metros detrás a unos chiringuitos donde lo cocinarán a nuestro gusto por unas rupias: elijo unas gambas tigre gigantescas que  me preparan a la parrilla con ajo y especias (naturalmente), debidamente  acompañado de un delicioso refresco de soda, jengibre y limón.

La rendición de De Lannoy en la batalla de Colachel. 
Palacio Padmanabhapuram 
Al día siguiente emprendemos el regreso a Varkala, final de nuestro periplo.  He elegido hacerlo en tren no sin cierta aprensión, habida cuenta de que mis compañeros de viaje no están familiarizados con el medio y temen sea una experiencia algo fuerte.  Por fortuna el tren llega a medio llenar con poco retraso y nos instalamos sin apreturas en clase sleeper, las populares literas de segunda clase, ya que les he convencido de mi firme oposición al lujo y el aire acondicionado.  Tras cuatro horas sin incidencia y deleitándonos en la vista de la backwaters y finalmente la costa siempre definida por los cocoteros, llegamos a nuestro destino.   Nos despedimos y cada uno elegirá su propia ruta.  Por mi parte paso dos días en Varkala que aprovecho para nadar de madrugada y al atardecer (el mar oscila diametralmente de lo bravío a la total serenidad).  Me acerco también a la cercana playa que ocupan en su totalidad los pescadores de la zona, ajenos por completo al turismo internacional, que allí extienden sus redes a secar y repasar durante el día mientras descansan para prepararse a la diaria faena nocturna.  Hace unos años en Goa tuve la dicha de que me permitieran acompañarles a faenar una noche, así que pude comprobar en carne propia las duras condiciones de humedad fría y tremenda incomodidad con que trabajan sin descanso de medianoche hasta el amanecer.  Esta vez no tengo suerte y declinan muy cortésmente mi propuesta; la noche anterior hubo una fuerte tormenta inesperada y el mar se llevó a tres pescadores, así que no está el horno para bollos pues, si algo me sucediera, ellos se sentirían responsables.  Les invito a un humeante masala chai y  mientras lo consumimos me ofrecen, acepto y fumamos un biri matutino (finísimo cigarrillo artesanal de tabaco especiado, típico de las clases populares).  Me muestran también con humilde orgullo sus capturas recién descargadas: la cosa fue harto mejor que la trágica noche anterior,  y abunda un pescado variado: huachinangos, groupers, un gigantesco marlín, una estirada barracuda y dos mahi-mahis de buen tamaño y expresión sonriente (esa noche comí eso al horno de barro tandoori, formidable).  Nos despedimos mientras las mujeres cargan sobre sus cabezas en enormes cestos el pescado que muy pronto ya estará a la venta en el mercado y por la tarde en los restaurantes que lo exponen a sus clientes.  La duda se repite cada día, pues es difícil elegir entre tanta variedad de pescados finísimos y exquisitos.  Solo diré que en un mes ni se me ha pasado por la cabeza probar la carne.

Quería aprovechar mis tres últimos días de estancia en Kerala con un fin de semana paseando relajadamente por Trivandrum y en todo caso acercarme hasta el museo de arte, el zoo y los jardines adjacientes.  Pero como dice el refranero castellano, el hombre propone y Dios dispone.  Me dispongo a coger el tren a la capital, un corto trayecto de apenas hora y media.  Mi sorpresa cuando llega el tren es mayúscula: viene cargado hasta los topes como si fuera un tres de refugiados, con gente ocupando cada centímetro cuadrado de espacio como solo en India saben.  No hay resquicio pero al final con empujones amistosos consigo abordar el tren y agarrarme a la puerta misma que permanece abierta con dos jóvenes colgando al exterior cuando el tren reemprende la marcha.  Nunca he visto algo así, y eso que he andado lo mío.  Por fortuna voy ligero de equipaje, solo con mi mochila de mano, que debo cargar a hombros porque ni en el suelo es posible; con decir que hasta el servicio del vagón ha sido tomado por cuatro niños y un bebé…de película.  Pronto me entero de la razón, porque aun en las apreturas más extremas la gente conserva impertérrita su sonrisa y los buenos modales: nada ni en las condiciones más extremas se puede evitar una buena conversación en India con extraños.  Uno de los jóvenes “equilibristas”, estudiante que habla un decente inglés, se incorpora al pasaje y me aclara todo: a Trivandrum acuden millones de mujeres de toda la India y aun del exterior para celebrar el Attukal Pongala, festival de nueve días que ahora se halla en su fase final, coincidente con la luna llena.  Confieso que nada sabía de tal acontecimiento, pero pronto aprendo que se trata de un acontecimiento famoso, multitudinario y callejero parecido en su ambiente, mutatis mutandis, a los queridos sanfermines de mi entrañable Pamplona.   La comparación no es ociosa, pues al llegar a la estación compruebo que la ciudad ha cambiado su fisonomía por la amistosa invasión de una muchedumbre de proporciones bíblicas.

De milagro consigo alojamiento en el Green Lodge, un hostel junto a la estación, gracias a un golpe de suerte (todo lleno hasta los topes, claro,  pero justo unos minutos antes de mi llegada alguien se va por una emergencia médica: en fin, que alguna vez tenía que tocarme la lotería, digo yo).   Los orígenes del festival se remontan a inciertos orígenes muy antiguos, cuando la ciudad era la capital del mítico reino de Travancore.  El motivo principal del evento fue la ofrenda que las mujeres hicieron en el templo de Attukkal Bhagavathi para aplacar la ira funesta  de la mítica diosa Kannaghi, que se encontraba de paso por la ciudad.   Mucho ha llovido desde entonces, pero la tradición se mantiene firme en un aspecto central: solo las mujeres pueden hacer la ofrenda ritual, caso único en la India donde hay festivales por doquier, y por eso el festival es conocido como la Sabarimala de las mujeres, y de ahí por supuesto  que tantas acudan de cualquier parte.  En un vasto radio alrededor del templo las calles están tomadas por mujeres que el último día encenderán hogueras para cocinar en ollas de cerámica negra el arroz con coco ritualmente será ofrecida a la diosa.  No puedo quedarme hasta entonces pues a esa hora estaré de vuelo a Sri Lanka precisamente para ver un desfile único y espectacular con elefantes que se celebra también esta luna llena de febrero, pero vivo con intensidad toda la víspera, que es una fiesta indescriptible.

Por la tarde visito el templo, que bulle de actividad con largas colas de fieles se preparan para la visita y el baño ritual con unos ropajes blancos de cenefas doradas recién adquiridos.  Solo los hindúes tienen acceso al interior, pero sí me permiten rodear el recinto a mis anchas y admirar de cerca la espléndida torre  alta y blanca de figuras abigarradas, sin duda una obra maestra.  En las inmediaciones se vende de todo, incluido las ollas de la ofrenda, saris y ropajes, guirnaldas y también juguetes para los niños, que se unen así con entusiasmo a la fiesta.  El ambiente no decrece a lo largo de toda la noche del domingo, con el templo y las calles ricamente iluminados mientras los innumerables altavoces colocados en plazas y calles adjacentes transmiten a todo volumen himnos religiosos y cuadrillas de orquestas y tamborradas con sus correspondientes danzantes aturden con sus músicas altisonantes.  En resumen: una especie de sanfermines en versión femenina, india y por supuesto vegetariana.   En fin, me quedaba una pizca de pena por no haber podido asistir este año a la Kumba Mela norteña, que también reúne millones de peregrinos gozosos, pero la verdad, me compensa con creces haber presenciado este magno acontecimiento que parece no haber tenido la misma resonancia en occidente, pues apenas si me he cruzado entre el inmenso gentío con algún extranjero.

Pero como todo lo bueno se acaba de madrugada emprendo camino al aeropuerto, tras una noche felizmente en vela.  Todos los recuerdos aun no digeridos del viaje se acumulan en mi mente trasnochada.   Kerala me ha impresionado por ser una India especial, única, de una hermosura natural y humana desmesurada.   En el escaso mes que he pasado aquí y que ha pasado volando, he leído los periódicos y hablado con todo tipo de gentes.  Sé que el país tiene sus males como unas infraestructuras deficitarias (no hay autopistas y la luz se va todas las tardes un rato) y un escaso desarrollo industrial que ha motivado la emigración laboral de muchos hombres al Golfo Pérsico, a fin de mandar a sus familias las remesas con que luego construyen o renuevan sus casas, o financian asimismo el que sus hijos e hijas asistan a las incontables escuelas católicas privadas (las prestigiosas convent schools) para que aumenten sus posibilidades de mejora social.  Pero sé también que este país milenario siempre abierto y en constante evolución sabrá afrontar los retos de su devenir histórico.

Las posibilidades del turismo en todas sus variantes, por ejemplo, un sector que necesita amplia mano de obra, son enormes.   En 1957 Kerala sorprendió al mundo llevando a la gobernación del Estado al Partido Comunista.  Eran tiempos terribles de la guerra fría y los carteles que aun hoy se ven de Marx y Lenin hacían temer por un extremismo revolucionario radical, pero pero nada de eso se produjo: anticipándose en muchos años al eurocomunismo de factura socialdemócrata, el gobierno respetó la sociedad de libre mercado pero logró implementar unas reformas duraderas como la escolarización general y el acceso gratuito a la sanidad pública, ambas pioneras en la India que aún anda a remolque en ambas.  La universidad pública de Trivandrum está a la última en medicina ayurvédica y en informática y otras especialidades técnicas.  Con ello Kerala hizo gala una vez más de saber aunar y sumar en vez de restar o destruir.  Si en el pasado y durante milenios fueron las valiosas especias el mayor regalo de Kerala al mundo, quizá en el futuro inmediato el mundo sepa también apreciar su lección de tolerancia, convivencia e interés curiosos y respetuosos por creencias y culturas ajenas que viven y se desarrollan en un mismo espacio compartido.  Quién sabe si a lo mejor un día vendrá también a estos parajes un nuevo turismo internacional de aprendizaje práctico de convivencia pacífica, que no vendría mal por cierto.

Concluyo estos apuntes de viaje en el aeropuerto.  Son apenas notas y comentarios al hilo de los sucesos, que humildemente comparto con familiares amigos y colegas.  A todos agradezco sinceramente vuestra paciencia y comprensión, rogando mil perdones por las muchas limitaciones y carencias, en estilo como en contenido, de un texto sin pretensiones que solo ha intentado reflejar de buena fe mis sentimientos y reflexiones.  Va a salir mi vuelo y ya anticipo Sri Lanka en el horizonte.

Ángel Delgado Gómez
Thiravananthapuram/Trivandrum, 25 de febrero de 2013

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